miércoles, 12 de noviembre de 2014

HOSPITAL GENERAL

Sentado en una de las bancas de un Hospital. Uno, de cualquier lugar. Esperando a que le realizaran una cirugía menor a mi acompañante y pariente. 
Esas, llamadas: Cirugías Ambulatorias, las que se llevan a cabo; como servicio a la carta; dado a que las salas de encaminamiento no alcanzan, pues, por muy pequeña que sea una cirugía, creo, será necesario como mínimo, unas 24 horas de observación; aunque no soy médico, pero eso creo. 
Les doy, algunos ejemplos: Una cirugía de extirpación de amígdalas, en éste hospital, luego de ella; para afuera... El siguiente. Otro caso: una cirugía estética: Remover un trozo de cráneo, de mas o menos unos 3 cm. colocar el sustituto; la prótesis; un trozo de plástico o platino; injertar un trozo de piel si fuera necesario, ésto según el implante o la prótesis claro... Servido y, siguiente. 

Que se le puede hacer, en una sociedad, en donde la medicina al igual que otros beneficios para el pueblo pasan a segundo plano. 
       Ahí, me encontraba yo, esperando una de estas cirugías, para una pariente mía. Algo a favor, de éstos Hospitales, es que tienen la precaución de que alguien los acompañe pues, no pase y con la anestesia en el torrente sanguíneo, al retirarse regresen a la emergencia, atropellados o en otras condiciones peores.

Entre al hospital, con mi pariente, a tempranas horas en la mañana, al pasar por el umbral de la puerta y dar un paso adentro del edificio, te llega de pronto ese olor, una combinación de medicamentos y solventes de limpieza, clásicos de un nosocomio; nos dirigimos a la isla de la información, en donde ya había una pequeña fila, pues las personas que ahí atienden no estaban físicamente presentes, si lo estaban, pero en otro lugar, esperando tal cual, la serie animada de tv. de los años 60´s: Los Picapiedras, a que sonara el silbato, no de salida sino de inicio de labores para que después de unos diez minutos de aletargado andar, ocuparan sus lugares. Observe, algo que llamo mi atención enormemente, mientras ellos, se dirigían con paso de: fábula de la tortuga, iban caballeros y señoritas, con unos rostros de felicidad, compartiendo entre ellos: anécdotas y chistes hilarantes, pero algo sucedió con aquella alegría contagiosa. Luego de entrar en su isla y de acomodarse cada quien en sus lugares de trabajo; justo en el momento de atender al publico, frente a nuestros rostros, ¡sucedió...! ¡Sí, sucedió algo inexplicable! una transformación, una especie de metamorfosis; mis ojos se aterraron que por un momento mudo quede al ver como esas personas tan queridas y sonrientes, se habían convertido en unos mal encarados, patanes y mal educados, cuando respondieron a nuestra simple interrogante.
_¡Buenos días señorita! ¿me puede informar dónde queda la sala de Admisión? Luego de verme de una manera que creí necesitar una silla de ruedas o más bien, una camilla, pues casi termina con mi vida y mi salud mental.
_¡Qué! ¿no sabe leer? ¡esta por ahí mire! ¡siguiente! 
Nos dirigimos al lugar indicado, mi acompañante y yo, ella, quien ya iba nerviosa por su próxima cirugía. Nos dirigimos hacia esa oficina, con un temblor en nuestro cuerpo. Mientras en la isla de información, las personas que estaban atrás nuestra, quedaron estupefactos, mientras disidían si preguntaban o no. Yo me fijé y ví que, vieron como locos por todos lados, para ver si uno de los letreros que identificaban las oficinas no indicaban el lugar que buscaban.
       Llegamos a la puerta de admisión y lo mismo, adentro, una muchedumbre de uniformados, platicando, tomándose un café, otros maquillándose; pero el denominador común, eran tremendas carcajadas. Mi enferma acompañante me vió aterrada, mientras que yo gritaba en silencio: 
_¡Que no pida que pregunte..! ¡Que no me lo pida! En eso con la voz entre cortada me pidió.
-¿Puedes preguntar tu? yo no me siento bien. Trague un poco de saliva, luego de frotar nerviosamente mi lengua contra el paladar, pues ya llevaba seca mi boca; cuando pude tragar un poco de liquido salival, aclaré mi voz y toque tímidamente la puerta ¿y?.. Todos, sin excepción, voltearon para ver quien osaba interrumpir sus sagradas actividades. En mi mente: volé por el corredor y quede aplastado contra la pared, como si se tratara de un desagradable insecto.
_¡Perdón la interrupción! ¡Buenos días tengan todos!
_¡¡Buenos!! ¿qué quiere? Me respondió el que me quedaba mas inmediato. Con un fruncido en su frente, que nunca creí ver en una persona tan joven.
_¿Quiero saber que hacer? pues, vengo por una cirugía ambulatoria. 
Luego de seguramente pensar: _¡que chinga esta puta gente! siguieron con su alegre coloquio, quedándome con el de la cara arrugada, quien me dijo.
_¡Espere ahí afuera, ya vendrá la enfermera! Con mucha pena y temor le repregunte.
_¿Debo hacer alguna cola? Me vio, pero esta vez su rostro se arrugo aun mas y con tono ronco, me dijo.
_¡No solo espere ahí afuera! Y cerró mejor la puerta, casi en mis narices. Yo volteé y ví, en el mundo de pacientes que esperaban en el corredor, todos alborotados y en sus rostros el mismo semblante que ellos veían en mi. En ese instante, todos, éramos unos zombies, cuerpos sin alma, deambulando por aquel corredor, el cual contenía unas pocas sillas. Nos retiramos mi acompañante y yo, a un espacio que había en la pared del corredor, a esperar. Ahí estábamos, un par de docenas de personas o más, como niños castigados, solo nos faltaban las orejas de burro y estar viendo hacia la sucia pared.
Entre nosotros, a través de aquel largo pasillo, deambulaban: médicos, enfermeras, laboratoristas, visitadores médicos, camillas con enfermos, sillas de rueda con otros enfermos; en fin, era un desfile de diferentes clases jerárquicas adentro de ese Hospital General (o, uno del servicio social).
     Cómo una hora y fracción después de aquellos inconvenientes, se acerco una uniformada, que apareció de la nada y con un grito sargenteado y a todo pulmón, a todos nos devolvió el alma al cuerpo; pues, hace un tiempo atrás, les decía que eramos unos zombies. Con aquel grito, volvimos a ser unos necesitados de los galenos del lugar.
_¡¡Los que vienen a cirugía ambulatoria!! ¡¡vengan a mi!! Y en un santiamén, ella quedo en medio de una turba de personas ansiosas de ser atendidas para largarse lo más antes posible de ese lugar.
por fin, la enfermera asargentada, quien a mi parecer hasta ese momento, era la mas amable del lugar, tomo todos los carnets y se introdujo en la sala de admisión, en ese lugar, seguían todos incluyendo el de la cara arrugada. Todos regresamos a nuestro rincón de soledad, a seguir esperando; pasaron 30 minutos y la enfermera con galillo de sargento salió y grito nuevamente.
_¡¡Síganme los que vienen a cirugía!! ¡los acompañantes se quedan aquí!. 
En ese instante, el caos se apoderó del ambiente, pues los pacientes se abalanzaron tras la enfermera, todos querían ir codo a codo con ella, como presintiendo que, el que iba junto a ella, sería el primero en recibir cuchillo. 
Por otro lado, los que eramos acompañantes, peleábamos, por hacernos de un lugar en las pocas bancas del lugar. Parecíamos: niños jugando a dar vueltas en las sillas esperando a que terminara la canción para tomar asiento y el que no lograra sentarse, habría perdido el juego; en este caso, éste o éstos, estarían el tiempo que se llevará la cirugía, de pie, tomando descansos de pierna en pierna, tal cual una garza, en el río, esperando pacientemente, que a sus patas llegara un delicioso salmón.
Yo, logre hacerme de uno de los asientos; para mi mala suerte, éste, estaba quebrado y luego de hacer malabares con mi cuerpo y brazos para no dar el espectáculo, mientras, todos me veían como me abalanzaba para guardar el equilibrio; como si yo fuera un trapecista en lo alto del circo, con mi vara para el equilibrio atravesado y descansando sobre mis brazos, para caminar por el alambre. Luego de varios vergonzosos segundos, logre encontrar mi centro de gravedad y ahí quede, inmóvil, con un dolor en mis nalgas, pero haciendo una cara sonriente. Mientras que, todos me veían con una cara amargada, como pensando:
_¡Payaso!
Luego de quedar inmóvil, para no volver a perder mi punto de equilibrio, muy lentamente extraje de mi chaqueta, un libro, para leer y distraerme, mientras el tiempo transcurriera. Mis movimientos, eran muy lentos y sigilosos, como si tratara de evitar ser mordido por una serpiente venenosa. 
Abrí el libro que habia llevado para esta ocasión y, se trataba de: "El Hombre Que lo Tenía Todo Todo Todo" del premio nobel en literatura: Miguel Angel Asturias. 
Bueno, me dije. Y, empece a leerlo (lo que en éste libro encontré, será material para otra historia).
Por momentos dejaba de leer y veía a mis vecinos de la banca, cuando ésto sucedía, ellos me veían como si yo fuera un leproso. Sería por mi actuación de hace algunos minutos o, porque aun nos sentíamos compungidos, por nuestra experiencia con los empleados del hospital y pensaban que si esbozaban una sonrisa, por muy leve que esta fuera yo, pondría un arrugamiento en mi semblante y me ocurriría alguna metamorfosis. _¡No se!.. pero, puede que eso sea.
Luego de una media hora de lectura y de tratar de entender lo que el señor ganador del premio de la academia sueca, había querido dejar con esas letras, lo cerré por un rato para que mis ojazos cubiertos de Pterigión descansaran. Me dedique luego de dar otro vistazo a mis vecinos de banca, verificando, si no se habían transformado, me asuste al ver que uno de ellos se sonrió conmigo yo no sabia que hacer y en mi cabeza, a lo Homero Simpson, me gritaba: ¡Sonríele! ¡sonriele! Y sonreí.

El desfile de celebridades seguía: Viejos, con trajes caros, con barba y bigotes y sin pelo o, con pelo blanco, se pavoneaban por el pasillo, con sus caras amargadas y evanescidas, hablando en términos médicos. Se trataba de médicos viejos en el hospital, con una gran experiencia en su haber y la cara de pretensión en ellos. Cuando nos veían, seguramente se imaginaban y deseaban que sus clínicas lujosas, estuvieran asi de llenas, diagnosticando, enfermedades que aun no se estrenan y cuya única solución, era una cirugía mayor, en algún sanatorio importante de la ciudad, para comprarse el tiquete que los llevaría de vacaciones con su secretaria a los USA. Un poco más atrás de ellos, los médicos jóvenes, esos deseosos de llenar su cabeza con los conocimientos que solo el tiempo te da, muy desobligados y relajados, viendo, quien los observaba y tratando de diagnosticar en cada uno de nosotros cualquier enfermedad.
_¡Éste flaco, seguro esta desnutrido!
_¡Éste gordo, debe de estar diabético!
_Por acá, uno con el colesterol altísimo, pues se esta cayendo, no de sueño, sino del mareo....  
Éstos, eran los pensamientos de los futuros médicos de este hospital. 
Otros, iban atentos, deseando que alguien cayera al suelo, para caerle encima; como zopilotes sobre cadáver de animal y así, practicar con él y demostrar sus habilidades. 
También, pasaba una que otra secretaria, como en pasarela, con sus vestidos y pantalones ceñidos, para que todos observáramos sus cuerpos curvilíneos. No, para los que estábamos ahí sentados, sino, para atraer como rica miel, a algún incauto medico o estudiante de medicina, que le solucione la vida. 

Ahora, le tocaba su turno en pasar por aquel largo pasillo a un camillero, con sus audífonos en sus orejas y silbando el éxito del día; empujando una camilla, con un cuerpo envuelto en sabanas blancas, con manchas rojos de sangre, tal cual una momia, pues, eran cadáveres frescos, que recogían de la emergencia o de alguna cómoda cama, de la sala de encamamiento, con destino a una fría cama de metal o de concreto, en donde serían destazados, con el pretexto de conocer las causas de la muerte; aunque el medico tratante ya habia dado el parte, de que habia fallecido victima de un cáncer terminal. 
Los que, por un momento hicimos una valla improvisada a esos cadáveres, quedamos en silencio, pues no es algo normal para nosotros, ver un desfile de cadáveres, uno detrás de otro en lapso de minutos, para los camilleros, ese era su trabajo y habían perdido la sensibilidad del ser humano ante estos casos.

Por último y un poco antes de que mi acompañante saliera por la puerta en donde hacia mas o menos tres horas habia entrado; paso el desfile de los extraños, unos personajes que mas bien que personas enfermas, parecían extraterrestres. ¿Porqué? ¡simple porqué!...
Si van caminando, casi van arrastrando sus pies, metidos en unas pijamas que les queda holgadas o pequeñas, de sus brazos se extienden tubos pequeños conectados a bolsas con líquidos de colores amarillentos, colgando de una extensión metálica con pequeñas rueditas. Otros, sentados sobre sillas de ruedas, empujados por los anteriores, con alguna extensión que le salía de su nariz y se prolonga a unos cilindros verdes, llenos de oxigeno, como si se tratara de astronautas en el espacio que morirían si les quitamos su tambo de oxigeno. Por otro lado, otro tipo como si tuviera un exoesqueleto, debido a una horrible enfermedad, de entre sus ropas, extensiones entubadas, saliendo de su costado o, de su abdomen y desde su hombro colgando con alguna cinta, unas bolsas con excrementos y orinas; excretando piedritas de un riñón u otro mas. 
Por último, para no abrumarnos y, es que en ese instante, venía mi pariente saliendo de aquella sala. Iba un tipo enorme, con su camisa desbotonada pues, no le llegaba por tremendo abdomen y unos pantaloncillos, que yo evite ver, pero que alguna dama no pudo. En su abdomen, crueles heridas hechas por algún practicante y con puntadas enormes, peores que las hechas por carnicero en mercado. 
Viendo éstas maravillas en nuestros hospitales, tratando de olvidar mi lectura, cuando me abordo mi pariente.
_¡Vámonos! 
_¡Que bien quedaste! ¡pareciera que no te hicieron nada! ¡que buenos son!
_¡Es que no me hicieron nada! ¡pospusieron mi cirugía para la próxima semana! _Debido a que mi expediente ¡¡anda en otro hospital!!
Nos levantamos y nos retiramos de aquél lugar, con la esperanza o mejor, con la desesperanza de volver al mismo calvario, dentro de ocho días...
Luego les cuento, como nos fué. 














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